LA MUSA






Con el pelo suelto cayendo como una cascada de fuego sobre el camisón de encaje blanquísimo y sus pies de musa corriendo sobre los charcos de la Place Vendôme, oía los gritos que se escapaban desde la ventana abierta de la que acababa de descolgarse.

La criada no había visto antes de aquel día un cadáver. Como cada mañana, había subido el desayuno en bandeja de plata al dormitorio del sastre, había golpeado la puerta dos veces con los nudillos y, sin esperar respuesta, había irrumpido en el cuarto. La impresión de encontrar a su patrón en el suelo con las tijeras de costura clavadas en la espalda le hizo perder el equilibrio. En el suelo, rodeada de trozos de loza y de cristales, comenzó a gritar pidiendo auxilio.

El mayordomo, al oír el estrépito de la bandeja de plata al caer, la taza de porcelana china haciéndose dolorosamente añicos y el golpe sordo del cuerpo de la criada, dejó la tarea que le ocupaba y en dos zancadas subió las escaleras. Ante él yacía su patrón boca abajo con el mejor de sus batines de seda sobre un gran charco de sangre de un color púrpura brillante, que era preferido del sastre. Sus ojos expresaban un éxtasis sublime pero su boca permanecía entreabierta en una mueca que dejaba ver su lengua colgando como un despojo. En la mano derecha aferraba un jirón de encaje y señalaba con desesperación la ventana abierta por la que entraba la lluvia. 

Ella, cansada de ser musa, cansada de sumisión, cansada de la inflexión afectada de la voz con la que en el fondo la despreciaba, cercenó el hilo invisible con el que aquel sastre con aires de artista había ido tejiendo la maraña de mentiras en la que se asfixiaba. Y huyó, feliz y homicida, hasta perderse para siempre en el laberinto de calles de París donde le perdimos la pista. 


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